Relatos de cocina

Mi abuela
Palmira ¡Toda una mujer! Con un increíble tamaño. Ahora que la recuerdo. A la distancia de 25 años o más.
En casa de mi abuela despertaba cada día con los aromas de sus producciones.
 Ella preparaba cosas “para guardar”.


 Sus alacenas eran una exquisita excursión para mis ojos de niña. Conservaba alimentos imposibles de creer!!  Ciruelas, duraznos, tomates, damascos; brillantes, coloridos. Alimentos disecados. En unas cajas de perfectas escuadras en madera rústica  y… alambre tejido. El dispositivo para el secado era aún más sorprendente: una especie de cama del mismo alambre que mi abuelo bajaba y subía al pedido de “ella”; con un sistema de poleas con finas sogas. El objeto que más tarde sirviera  para demostrarme los primeros conocimientos físico-científicos recibidos de su boca. Este abuelo materno, Celestino, siempre tan noble, tan correcto, tan aseado.  
Y…las ramas. Colgadas con cintas especiales por sus colores, sus texturas. Las guardaba, sí. También las conservaba. Ante mi eterna pregunta ella me contaba los motivos.” Esta era parte del vestido de fulanita…cuando….y entonces…quise aprovecharla…” Mágico.


Cada vez que decido poner manos a la obra en la cocina, emulo sus manos, sus enseñanzas. La eterna “buena costumbre de ordenar el campo de trabajo”. Usar el delantal. Sacar los recipientes necesarios para la elaboración y los materiales que casi siempre sacaba del almacén de ramos generales que tenían en Fernandez Oro, provincia de Rio Negro.
Pasaba mis vacaciones en su casa y toda ocasión en las que mis padres viajaran y yo no perdiera clases. Me enseñó casi sin quererlo (ella)a cocinar, a combinar los sabores, a tejer dos agujas y crochet, a vender, a decir “sólo lo necesario”, porque como ella decía a los hombres no hace falta contarles todo ¿SABÉS?
La forma en que recuerdo sus enseñanzas de tejido son muy graciosas porque cualquiera pensaría en una sesión de tortura pero yo aprendí sin dolor, lo juro:
Sentada en su sillón tipo directorio con su falda abierta y sus brazos también, yo de espaldas a ella y poniendo mis manos y brazos sobre los suyos. Con las agujas o con el crochet. Si no hacía bien me daba un pequeño apretón con sus rodillas.
En su casa tenía mi máquina de coser en miniatura a la que mi tío había instalado en un mueble de madera barnizada. Sentada en un banquito de madera, en medio del patio  cosía pequeñas piezas para las muñecas con restos de tela que le quitaba. Esto era así porque ella, en sus ratos libres, en verano colocaba en ese mismo patio el  escardador de lana para arreglar los colchones de la casa. Tendía una sábana grande para no ensuciar los bellones y luego de lavarlos, secarlos y abrirlos, rellenaba esos colchones.